Acabo de regresar de África, de una región alejada de vías comerciales y puntos de desarrollo situada al noroeste de Camerún y muy cercana a las fronteras con Chad y República Central Africana, llamada Lamidato de Mayo Rey; una extensa sabana salpicada con acacias y algunos baobabs solitarios, adornada por pequeños montes de rocas graníticas y profundamente marcada por un clima saheliano con dos estaciones; la cálida y lluviosa de mediados de julio a octubre y la seca, de altísimas temperaturas, el resto del año.
De la mano de la Fundación Mayo Rey que, capitaneada por el pediatra Emilio Sastre, ha construido y puesto en funcionamiento un flamante hospital quirúrgico con veinte camas, en el que ya se están realizado operaciones de cataratas, cirugías menores, empastes y extracciones dentales, revisiones ginecológicas y todo tipo de consultas médicas, he viajado con Inés Mera y Marta Garrido, entusiastas y expertas ingenieras del equipo del Grupo de Ingeniería del Agua y del Medio Ambiente de la UAC y con un miembro de la Fundación en Vigo, para hacer un “mapeo” y poder elaborar un estudio acerca de las posibilidades y viabilidad de construcción de pozos que posibiliten agua de calidad para el consumo en aquel territorio.
La capital del Lamidato es Rey Bouba, aproximadamente 10.000 habitantes, con mezquita de potentes altavoces construida por el gobierno de Arabia Saudí y un mercado que languidece de sábado a jueves y que los viernes revive con gentes que acuden a comprar, vender o intercambiar todo tipo de mercancías. No faltan dos pequeños bares, por decir algo, que cuando no falla la corriente despachan más o menos frescas cervezas y refrescos que no están al alcance de todos.
La flota automovilística es, como casi todo en Rey Bouba, propiedad del Lamido; dos grandes camiones sin piezas de recambio que posibiliten su funcionamiento; un tractor que si funciona; dos destartalados Range Rover que a veces si y otras no, y un flamante todoterreno Mercedes que nunca falla. Hay un coche más, un Toyota Celica blanco de no se sabe cuantas manos que pertenece a Umseni Alim, el comerciante rico entre todos los pobres de Mayo Rey. El parque móvil se completa con unas pocas motocicletas que pilotadas por jóvenes asalariados de uno o dos patronos, ejercen de servicio de taxi por las polvorientas calles del pueblo.
Amanece a las cinco y todos los días a las siete aparecen el Dr. Sastre con su séquito de guías-interpretes-salvoconductos-abre puertas-arregla problemas…(Ibrahima, Amadou y Mamadou) en uno de los destartalados Range Rover de ocho plazas que solo arranca cuando el conductor aplica, de una sucia botella de plástico, unas gotas de gasoil en no se sabe bien cuál de las piezas que aparecen cuando levanta el capó. Misterios de la mecánica o del ingenio del viejo y taciturno chófer que durante diez días nos llevó a las aldeas de Anina, Madana, Basara, Djouron; Vidé, Uro Gadougi, Kalamé, Taparé, Larki, Gatuge, Polbomi… y a los Uro Kesum (poblados) de los nómadas Mboboros y refugiados del vecino Chad.
Cargamos en este nuestro peregrinar por el territorio con las neveras de esta playa sin mar, llenas de botes para recoger muestras de agua; medidores y reactivos para determinar PH, concentración de contaminantes, oxígeno disuelto… un moderno GPS para localizar geográficamente el pozo y unos artesanos sedales que reemplazan a la perfección a las modernas sondas electrónicos midiendo el fondo del pozo y la lámina de agua.
Los pozos, de distintas profundidades y diámetro, a ras de suelo o con brocal, están siempre a las afueras de los poblados y han sido excavados con las manos y alguna rudimentaria herramienta por los vecinos. Hablamos con los jefes y los habitantes de cada poblado para saber cuántas veces vienen al pozo, cuanto tienen que desplazarse, cuanta agua consumen al día, que uso le dan, si hay casos de enfermedades de transmisión hídrica… Todo lo que escuchamos y lo que vemos, cualquier mínimo detalle, es muy importante para lo que puedan ser los presentes y futuros pozos en Mayo Rey.
El agua abundante de la época de lluvias, derrumba los frágiles pozos en los que también beben y a veces hacen sus necesidades los animales. Por el contrario, en la temporada seca, la lámina de agua no supera los treinta centímetros, lo que dificulta enormemente la tarea diaria de captación del agua. Las mujeres dejan caer un deshilachado cordel atado a una botella de plástico con aberturas en los laterales a cinco centímetros de la base, para que cuando llegue al fondo se tumbe y faciliten lentamente la entrada del agua. No menos de una hora para llenar un recipiente con tres litros de turbia y caliente agua. A pleno sol, sin más sombra que la de los pequeños arbustos sobre sus pies descalzos en el camino de ida al pozo y vuelta a casa.
He compartido los quehaceres cotidianos con seres humanos que no ven la televisión; no hay, ni escuchan la radio; no tienen; ni leen periódicos, porque allí no llegan. Que no entienden de la crisis económica mundial porque la suya es una crisis permanente. Ni siquiera eso, no se trata de una crisis sino de una lucha feroz, constante y titánica por seguir vivos, por disfrutar de cada momento como si fuera el último.
Hablo de personas muy pobres que, en términos de vida, nos hacen ridículamente pobres -en términos de espíritu- a nosotros, ciudadanos del primer mundo. Cuento sobre personas que la escasa agua que consiguen durante nueve meses al año, produce en los niños, siempre los niños, frecuentes dolores de barriga, como mal menor. Niños que siempre te miran sonriendo y gritan “Nazara, Nazara” (blanco, blanco) para que les hagas una foto y, primero asombrados y luego alborozados, verse en el display de la cámara.
La intensidad de los momentos vividos contrasta abruptamente con la vuelta a la normalidad. Tanto, que cuando pienso en todo lo que queda por hacer, siento que mi aportación ha sido insignificante. Creo que ese sentimiento de insuficiencia habla de la verdadera esencia de la solidaridad. Cada pequeño movimiento, cada pequeño compromiso cuenta. Todos nuestros (insignificantes) esfuerzos individuales constituyen una tendencia, un movimiento que por agregación adquiere otra relevancia. En particular, sé que no he cambiado el mundo, aunque no renuncio a ello, pero después de esta experiencia el mundo si ha cambiado para mí.
“Carlos, tu no serás vagabundo en África, serás espectador preocupado, crítico y esperanzado. Un puntito de África sin duda te lo agradecerá y tu, nosotros, le agradeceremos el que nos den la oportunidad de hacerlo.” Así empezó todo, con esta premonitoria dedicatoria escrita en la página de cortesía del ejemplar de “Vagabundo en África“, de Javier Reverte, que uno de los cooperantes con los que viajé me regaló antes de nuestra partida. Y así ha sido. El trabajo empieza ahora.
Carlos Prado
Artículo publicado el 3 de julio de 2016 en www.farodevigo.es