Los efectos del referéndum del pasado domingo pesan como una losa en la realidad colombiana. Parece que, con el paso de las horas, el estupor en lugar de diluirse se hace más denso. No es para menos, desde 1982 se han tratado de negociar siete acuerdos de paz y los siete han fallado. Precisamente, lo único que redime la confusión ciudadana es que el actual acuerdo no ha muerto. En la tregua adoptada entre los contendientes del SÍ y del NO parece existir una suerte de consenso extremo: esta es nuestra última oportunidad.
La rápida reacción de las FARC anunciando su voluntad de adaptarse a nuevos escenarios y el tesón del Gobierno Santos por recomponer diálogos sin pérdida de tiempo ha aportado un impagable balón de oxigeno al proceso de paz. Nadie lo afirma abiertamente pero es una idea que subyace en el común colombiano: o es la paz o es el caos. Porque todos en este país regado de sangre durante 50 años saben que la única manera de ganar el futuro es por medio de una convivencia pacífica.
En cuestión de horas, Colombia ha pasado de ser un país referente para la región y para el mundo en general, a una nueva duda geopolítica. Un reflejo de cómo ha transido las campañas de los defensores de cada postura. Objetivamente nadie cuestiona la importancia de la paz, pero las lagunas argumentales -que las ha habido- han dado alas a los que mantienen (seguro que con toda legitimidad) causas pendientes con los guerrilleros.
Como apuntaba, antes del plebiscito, la profesora Mª Fernanda González de la Universidad de La Sorbona el NO ha centrado su discurso en un relato bélico donde han prevalecido las palabras: terrorismo, impunidad, delitos, criminales, lesa humanidad, tiranía. Frente a esta focalización emocional, Santos no ha centrado su gobierno solo en defender el sí. De hecho, ha hecho una lectura de Estado en el que los costes de negociación eran pequeños frente a todas las oportunidades asociadas a la reconciliación. En definitiva, una apelación al recuerdo de los horrores vividos contra una propuesta de futuro basada en el diálogo y la razón. Emociones contra sentido común (cuando, como todos sabemos, el sentido común es el menos común de los sentidos).
Claro que esta reflexión quedaría coja si no se pusiera sobre la mesa lo mal que le ha sentado a muchos colombianos las condiciones asociadas al referéndum. Bajar el umbral del plebiscito del 50 al 13%, prohibir el voto en blanco y no posibilitar medios públicos para quienes defendían el NO, han sido decisiones que fueron ganando impopularidad a medida que se acercaba el momento decisivo de emisión del voto.
Desde mi llegada el viernes a Bogotá como Observador Internacional del proceso he visto crecer en mi interior una idea que siempre he procurado tener solapada porque me cuesta expresarla (y me refiero a una dificultad fisiológica para enunciarla) pero ahí va: la paz, como todo, tiene un precio. Es horrible. Es verdad.
El precio para Colombia se ha empezado a expresar (o empezará a hacerlo en breve) en términos de riesgo país, de captación de inversión extranjera, de desarrollo de activos sociales claves como la educación o la sanidad (durante 50 años afectadas directamente por el gasto militar y de seguridad). El precio para Colombia es, en mi opinión, inaccesible.
Por eso y porque después de compartir ilusiones con tantos colombianos necesito creerlo, admiro el esfuerzo del Presidente Santos por recomponer filas y no ceder ante la adversidad. Se trata de una lucha titánica porque lo vivido desde el domingo es apenas un spin off de las complejas y largas conversaciones con la FARC y los mediadores internacionales.
En estos momentos, Colombia sumida como digo en el estupor, espera el siguiente capítulo de una historia en la que dos presidentes (Uribe y Santos) deben mostrar su capacidad política para sacar al país de un atolladero en el que todos han participado y del que nadie es responsable.
Después de tantos años de desempeño profesional me sigo tomando en serio el aserto de anteponer los intereses del Estado a los particulares o partidistas. Atendiendo a lo que sucede en mi entorno (y hablo de Colombia y también hablo de España) resulta difícil de creer pero es un concepto, un ideal que debemos seguir pugnando porque sea de obligado cumplimiento. Es por esta visión que aplaudo la tenacidad de un gobernante cuando derrotado en las urnas persevera en la búsqueda de soluciones hasta el último minuto de su mandato (palabra de Santos). Que así sea y que Colombia pueda pagar la paz que tanto se merece.
Carlos Prado
Artículo publicado el 4 de octubre de 2016, en www.cincodias.com