En la vida todo cambia para seguir igual. Por desgracia no es una realidad intuitiva de la gente de la que puedas sacar partido en la juventud. En esos años de inocencia -donde la sabiduría nos aportaría la gracia de los dioses- la audacia campa a sus anchas y se viste con la soberbia de quien se cree inmortal. Sucede que, con el tiempo, la soberbia de manera paulatina da paso a la modestia, los dioses se alejan hasta instalarse en panteones inalcanzables y la prevalencia de la razón arroja una nueva luz sobre la vida.
Reivindico esta sabiduría desde el valor cronológico, pero también desde la creatividad reinventada. En la balanza cronológica deposito los 56 años de actividad de mi empresa. Una cifra que la coloca entre las más antiguas de nuestro país y que, habida cuenta de todas las marejadas sufridas a lo largo de estas décadas, tiene un valor de muy difícil cálculo. En cuanto a la creatividad reinventada, no puedo dejar de sonreír al pensar en la cantidad de veces que hemos sido modernos. Cada vez que observo el trabajo de los nuevos valores que conforma otra etapa de nuestra organización, siento un poco de vergüenza de aquel inconformista que yo mismo fui recordando cómo me iba a comer el mundo.
A ver, no se trata de una vergüenza mala. Es más bien un azoramiento autocrítico y por demás, muy dimensionado. Sin esa vocación exacerbada, sin esa mirada enaltecida no habría aventuras ni progreso. Así que nada más lejos de mi intención que iniciar un proceso contra la juventud y su divino don para equivocarse sin miedo.
En el ámbito de la comunicación he aprendido que gana, aún mejor, que prevalece aquel que arriesga con cabeza. Esto es, el hombre que lucha con denuedo reconociendo que tiene miedo. La llamada a la carga sin temor siempre me ha inspirado poca confianza, la ubico demasiado cerca del desastre de mi gusto.
Escribo esto para mi y para todos aquellos que -como yo- experimentan en sus propias carnes la evolución sin pausa de la vida. En mi caso, se corresponde con un nuevo cambio en la imagen corporativa de esa Ecovigo fundada en 1962 que hoy navega más en los nuevos mares digitales que en aquellos analógicos en los que me fui formando. Escribo para recordar no quien fui sino quien soy y a qué tripulación me debo puesto que más temprano que tarde, alguien me sustituirá para seguir cubriendo este cuaderno de bitácora. No quiero que se me malinterprete, no entono la canción del eterno retorno ni la de adiós mis queridos amigos. Se trata más bien de rendirme al encanto de una madurez profesional que me está deparando grandes satisfacciones. Si, claro que el miedo sigue ahí, como la responsabilidad, como la preocupación… pero también buenos momentos.
Por ejemplo, me gusta descubrir que el Rodolfo Langostino que creamos en 1978 deja de ser imagen de marca para convertirse en imagen de calidad para la nueva Pescanova. Me alegra comprobar que nuestra creatividad sigue dando tanto y tan buen juego. Que aquellos trazos del siglo XX mantienen su vigencia en este proceloso siglo de la revolución tecnológica.
Y así, mientras se sigue reviviendo a Rodolfo, vuelvo la mirada hacia la creatividad por venir, la definitivamente nueva, la disrupción definitiva… en la confianza de que sea tan buena que se le pueda aprovechar hasta el bigote. A más ver.
Carlos Prado
Artículo publicado el 27 de octubre de 2018, en Faro de Vigo
(Photo by alexander milo)